—¡Corran, niños, corran! —grita mamá mientras se abre paso con dificultad entre el espeso follaje del húmedo bosque.
Tras ella vamos mis dos hermanos y yo. No sabemos por qué corremos ni tampoco quién nos persigue. Pero jamás hemos dudado de mamá, y no comenzaremos a hacerlo ahora. Quizá nos están dando caza los demonios lampiños, o tal vez sus pequeñas versiones amantes de los cangrejos. No importa. Quien sea es peligroso para nosotros, los inútiles "dodos"...
Odio que nos llamen así. ¿Qué no saben que nuestro verdadero nombre es...?
—¡Zancadas largas, mis niños! Hay "canes" persiguiéndonos, si alguno nos llega a pescar, podemos irnos despidiendo de esta bella vida.
¿Bella? ¿Está hablando en serio? ¡Siempre estamos huyendo! Todos nos detestan, y no hay día en que alguien no intente cazarnos. Ella cree que no lo vi, pero fui testigo de cómo los demonios lampiños dieron cuenta de papá...
—¡Ahí! Nos ocultaremos en esa pequeña cueva. ¡Corran con todas sus fuerzas!
Y emprendemos la carrera. Cuatro nos lanzamos hacia el interior de la gruta, pero solo tres conseguimos cruzar. Mi hermana menor es prensada por el furioso animal que mamá llama "can". Y aunque forcejea un poco, mi hermanita rápidamente sucumbe ante la potencia de las mandíbulas del cazador.
—Ya no hay esperanza, ya no hay esperanza...—murmura mamá cuando cree que no puedo oírla.
Me le acerco para reconfortarla, pero tan pronto me aproximo a ella, sonríe y hace como si nada pasara. Nos conduce a mi hermano y a mí al fondo de la cueva, y como puede, improvisa un lecho de ramas, cenizas y hojas secas para que nos sentemos.
La cueva es pequeña, y mamá ha bloqueado un parte de la entrada con piedras y ramas para que los “canes” no nos den alcance. Solo se puede ver un pequeño agujero por donde entran el aire y el sol.
Extraño nuestro nido en la playa. Era fresco por el día y confortable por las noches. Me gustaba sentarme en los bordes para que los demás ocuparan el centro, y así poder pegarme a ellos cuando todos hubieran tomado ya un lugar.
Aquí no sé si colocarme en el borde o buscar un lugar en el centro. Ya solo somos tres, y creo que me corresponde, como hermano mayor, ponerme en el centro y dejar que los otros se acurruquen junto a mí.
—Vengan, mis niños—susurra mamá mientras ocupa el centro del nido—. Aquí esperaremos a que el "can" se vaya. No será capaz de quedarse ahí afuera para siempre.
Asentimos y nos colocamos bajo sus cálidas alas. Ahí nunca nos ha pasado nada. Si mamá dice que todo estará bien, es porque seguramente así será.
Tras un par de horas de exasperante espera, un ruido como de burbujas provoca un eco muy molesto en la cueva. No parece venir del exterior, porque nuestro hambriento vigilante parece tan sorprendido como nosotros. Mamá ríe por lo bajo y reprende a mi hermano por el ruido que ha hecho su estómago.
—Perdón, tengo hambre— musita el más pequeño de nuestra familia, y luego hunde la cabeza en las plumas de su pecho.
Nuestra progenitora asiente con gentileza y extiende un poco sus alas para que podamos acomodarnos. Sé muy bien que el peligro nos acecha afuera, pero bajo las alas de mamá siento como si nada ni nadie pudiera hacernos daño...
—Shhhhhh, ¿Escuchan?
Negamos con la cabeza y nos miramos el uno al otro, llenos de confusión.
—Así es, ya no se oye nada, seguramente el "can" se ha ido. Voy a asomarme con mucho cuidado, pero casi estoy segura de que estamos fuera de peligro. Aún no hay demonio lampiño, ni can que pueda ostentar la misma paciencia que nosotros los...
Un pequeño brazo peludo penetra en la entrada de la cueva con gran violencia. Asustada, mi madre se echa para atrás y me pisa en el proceso. Dejo escapar un quejido, pero luego me recompongo y me hago a un lado para que mamá pueda seguir retrocediendo.
La furiosa garra invasora se retuerce salvajemente, esperando agarrar a alguno de nosotros por sorpresa, pero no lo logra. Estamos fuera de su alcance, aunque mucho más asustados que antes.
—Es uno de esos enanos peludos que comen cangrejos. Seguramente arribó a nuestra playa en algún barco de los demonios lampiños. Es curioso, se parecen mucho a ellos.
Reímos ante la ocurrencia de mamá, y nos permitimos por un momento actuar con ligereza y desenfado. El hecho de pensar que los demonios lampiños y los enanos peludos están emparentados nos sumerge en un pensamiento absurdo pero necesario, un razonamiento inútil que consigue apartarnos de nuestra espantosa realidad por al menos un rato.
El tiempo pasa y puedo observar, por las sombras proyectadas en el exterior de la cueva, que el sol ya se dispone a salir otra vez. Eso quiere decir que nuestro encierro ya ha durado al menos un día, y por lo que se ve, no está cerca de concluir. Al “can” se le ha sumado otro, así que estamos vigilados a cada instante, porque cuando uno se cansa, el otro monta guardia. El enano peludo se ha retirado por el momento, pero creo que retornará a la cueva apenas llegue la noche. Seguramente aguarda a que los canes se vayan para reiniciar su “cacería”.
¡Como me gustaría defender a mi familia! Aunque la verdad es que no sé cómo. Mis patas son torpes y gruesas, sin espolones ni garras afiladas. Mi pico solo sirve para partir cocos. Si lo intentara usar como arma, el único resultado es que sería yo quien saldría lastimado.
Solo nos queda huir, pero ¿a dónde? No somos buenos corredores, y de volar, mejor ni hablamos. Quizás en verdad somos lo que dicen los demonios lampiños, unas aves bobas, tontas, dignas de ostentar el nombre de pájaros dodos…
—Despierta, mi pequeño, despierta…
La cabeza de mi hermano se encuentra caída. Su cuello, antes orgulloso, ahora se exhibe flácido y perezoso, como si estuviera…
—Dormido. Tu hermano se ha dormido. Aunque esta vez ha sido para siempre… pobrecito. Ven, mi amado hijo, ven y duerme bajo las alas de tu madre. Sé bien que ya eres mayor, pero no te hará daño guardar energías para cuando llegue el momento de huir. Ven, acurrúcate a mi lado.
Y me fundo en sus plumas, buscando no solo sentir su calor, sino también brindarle el mío. Ya solo nos tenemos el uno al otro en esta “vida” que ella aún intenta proteger. La dejo hacer, porque, aunque sé muy bien como terminará todo esto, no puedo negarle a mamá esta última esperanza.
El sol vuelve a ocultarse, y tal como lo predije, el enano peludo vuelve a amenazarnos. Tal vez cree que incluir un bocado de dodo en su habitual dieta de cangrejos le hará bien. No lo sé. No me importa. Solo quiero que todo esto se termine y volvamos a ser libres.
Cuando el sol aparece nuevamente, noto que el cuerpo de mamá ha comenzado a enfriarse. Tirita con suavidad y luce rígido, como si ya no fuera capaz de moverse. Froto mi cabeza contra su pecho, y entonces consigo que abra los ojos:
—Mi dulce hijo. Nunca los dejes que tomen lo más preciado que tienes…
La observo, entre confundido y melancólico. ¿Se está despidiendo? ¿Por qué me está diciendo eso?
—Que jamás te arrebaten el amor que tienes por esta tierra y tu familia. No los dejes, mi niño, no les permitas que se hagan con los últimos de nosotros, los orgullosos…
Y su voz cesa. La hermosa cabeza cae con suavidad y las alas permanecen justo como ella hubiera querido: protegiendo a sus amados hijos.
¿Se acabó? ¿Aquí termina todo? ¿A qué se refería cuando dijo “no los dejes”? Miro hacia la entrada de la cueva. El enano peludo ha comenzado a excavar en el suelo que da acceso a la gruta. Se ha dado cuenta de que podría acceder a nosotros si cava y retira del portal la improvisada barrera que mamá construyó.
“No los dejes” pidió mamá. “No los dejes”. Y no los dejaré.
Un impulso animal se apodera de mí. Me lanzó de lleno hacia la entrada de nuestro último hogar, y con las últimas fuerzas que me quedan, golpeo con la cabeza la fría pared de rocas. Decenas de piedras caen frente a mí. Ahora solo hay oscuridad. El rayo de luz que venía del exterior se ha ido ya. Para siempre. La entrada a la cueva ahora está completamente bloqueada.
El enano peludo aúlla de desesperación. Sus presas seguras ahora se han vuelto lejanas. Intenta en vano retirar algunas piedras, pero son demasiadas, y pronto abandona la tarea.
Al fin estamos solos. Esta vez ya nadie podrá separarnos.
Camino con lentitud hacia mamá y me coloco bajo su tibia ala. Ahí, bajo su abrazo protector, nada podrá pasarme. Ya es momento de descansar, de cerrar los ojos y soñar con un mundo donde los demonios lampiños no llegaron a nuestra isla.
Un mundo donde sea uno en un millón. Una tierra donde no tenga que ser el último de los dodos.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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