Blanco, verde y rojo
–¡Cuidado, hermana Consuelo! Nomás hay que asar los chiles, ¡no chamuscarlos! ¬– exclamó la madre Agustina, que vigilaba de cerca toda la actividad en la cocina sin descuidar el meticuloso pelado de las nueces de Castilla.
–¡Perdón, madre! Pero es que me pone muy nerviosa el saber que nos visitará el General Iturbide…
–Pues nerviosa o no–advirtió la monja superiora–, debes de poner el máximo empeño en la cocina. Recuerda que el fuego es voluble, y en segundos pasa de ser diligente amigo a fiero enemigo.
La religiosa asintió con presteza y fijó la vista en las flamas rojiazules que despedía el fogón. Junto a ella, la hermana Beatriz cortaba fruta a gran velocidad. Plátano macho, durazno y manzana formaban pequeños montones sobre la superficie de una vieja tabla para picar que había visto mejores tiempos.
El olor que despedía la fruta fresca invadió la habitación, y pronto se mezcló de forma muy singular con el aroma que emanaba de los enormes chiles asados.
–¡Hermana Juana! –exclamó la madre superiora–. Ayúdeme por favor a pelar las almendras. Las nueces ya están, pero esas solo las vamos a usar para la salsa. Para el relleno, necesitaremos almendras…
–¡Y piñón! –interrumpió la hermana Lucrecia, que cargaba en el frente del hábito un montoncito de semillas de pino.
–¿De dónde ha sacado eso, hermana? ¿Por qué piensa que serían una buena adición para la receta? ¡Va a ser un cambio de última hora!
–Lo sé, madre, pero a veces son las pequeñas sorpresas surgidas en el ultimo momento quienes le dan sabor a la vida. Además, no puede negar que son deliciosos, y que pocas cosas hay tan mexicanas como el piñón…
El silencio se hizo de pronto en la cocina. Las religiosas dejaron de picar, pelar y asar; el oír de labios tan cercanos el nombre de “México” aún les erizaba la piel. Habían escuchado muchas cosas sobre esta nueva nación a la que ahora de pronto pertenecían. Les atemorizaba que las cosas cambiaran de pronto y en el pueblo surgiera cierto ánimo antirreligioso. Sabían bien que los sacerdotes no eran siempre el ejemplo moral que debían ser, y que eso había generado mucha tensión durante la guerra de independencia, pero ellas eran simples monjas. Religiosas recluidas, comunes y corrientes, dedicadas a la simple devoción de un concepto, un ideal, un Dios…
¿México? ¿Qué habría para ellas en ese nuevo país del que todos hablaban? ¿Serían bien recibidas sus viejas costumbres más propias de España? Ahora que la corona ya no las protegería, ¿despertaría en alguien la idea de atacarlas? ¿Acaso para ellas habría resultado mejor la idea de una eterna e imperecedera Nueva España?
–Piñón, ¿verdad? Bueno, me supongo que no hará daño… dicen que los que habitaban estas tierras antes de la conquista solían comerlas con avidez…
–¿Acaso se refiere a los salvajes, madre superiora? –preguntó la hermana Consuelo, que antes de entrar a la orden de las Agustinas había pertenecido a una familia criolla muy bien acomodada.
–No. Me refiero a los nativos originales de estas tierras, los llamados “Aztecas” … –puntualizó la monja, que llevaba en su sangre profundas raíces de mestizaje.
La quietud se apoderó una vez más de la cocina. El imprudente comentario de la hermana Consuelo había generado enorme tensión en el ambiente, y nadie se sentía capaz de acabar con ella, ni siquiera de hacer el más pequeño intento de romperla. De pronto, unas pequeñas pisadas hicieron eco en el pasillo que conectaba el jardín trasero con la cocina. Se trataba de Abelarda, una pequeña niña que hacia años había sido abandonada en las puertas del convento. Sufría de una pequeña cojera en su pierna izquierda, “detalle” que la hacia “inelegible” para el matrimonio. La madre superiora creía que esa era la razón por la que sus padres habían decidido deshacerse de ella.
–¡Madre Agustina! ¡Mire nomas que bonita granada! La recogí del jardín. ¡Es la más grande de todas! La voy a guardar para dársela de regalo a Don Agustín. –dijo la niña mientras exhibía con orgullo el maduro fruto.
–Es una gran idea, pequeñita. Ponla aquí cerca de estos cántaros. Sí, ahí, en ese cuenco. Ahora vete, que ya habemos muchas en la cocina y apenas cabemos. ¡Anda, ve a buscar a la hermana Gabriela y pídele que te ponga un vestido muy bonito!
La niña sonrió de oreja a oreja y asintió suavemente en señal de obediencia y respeto. Caminó muy lento hacia el pasillo que la llevaría al comedor, y luego se detuvo súbitamente para aspirar el aroma que despedían los chiles asados, las frutas picadas y las nueces recién peladas. Finalmente, antes de abandonar la habitación, giró sobre sus pies y dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
–Es muy bonita, ¿verdad?
Las religiosas se miraron entre sí y se encogieron de hombros. Nadie tenía ni la más remota idea de lo que hablaba la niña. Algunas agacharon la cabeza y fingieron no haber oído nada. Solo la hermana Lucrecia se animó a sonreír y preguntar:
–¿Quién es bonita, mi niña?
–La bandera de Don Agustín. Blanco, verde y rojo… qué bonita es…
Y luego se dio la vuelta sin más. Tan pronto como se retiró la niña, la hermana Consuelo dejó los chiles asados en un platón de barro y cuestionó:
–¿Qué significan los colores de esa bandera? ¿Por qué el General Iturbide hace llamar a su ejército “Trigarante?
–Dicen–respondió la hermana Beatriz, de quién se decía tenía tres hermanos en el bando insurgente–, que el blanco simboliza la religión católica. El verde es el color que representa a la independencia conseguida tras la guerra, y el rojo significa unión. La unión de todas las castas y clases bajo un mismo ideal…
–Y “Trigarante” –añadió la hermana Lucrecia, que era la más culta de las religiosas en el convento–, porque garantiza cumplir las tres promesas que significa esa bandera: religión, independencia y unión.
De repente, un estruendo espantoso hizo eco en la habitación. Algo se había caído, y tomando como referencia el enorme ruido provocado, debía tratarse de un objeto muy grande y pesado. La madre superiora se acercó al almacén, que era de donde creían había venido el sonido. Ahí, con las mangas dobladas y colosales gotas de sudor perlando su cara, se hallaba la hermana Natalia, que intentaba arrastrar sin éxito un viejo cajón de madera.
–Perdón, madre, pero es que en ese cajón es donde la madre Rafaela (que el Señor tenga en su gloria) guardaba su molcajete. Como esta es una ocasión especial, pensé que sería correcto usar tan valiosa reliquia… ya piqué la carne con la tajadera. ¡Me costó como no tiene idea! Estoy agitada, pero, si su merced me permite también moler la nuez, créame que se lo voy a agradecer…
La monja superiora asintió con gravedad y luego ayudó a la hermana Natalia a extraer el molcajete de la vieja caja y llevarlo a la cocina. Ahí la conversación se había reanudado. Consuelo y Lucrecia discutían sobre la veracidad de un acontecimiento llamado “el abrazo de Acatempan”. Una aseguraba que era imposible que un general del ejercito realista se hubiera prestado a traicionar a la Nueva España tan fácil como decían. La otra argumentaba que Vicente Guerrero seguía escondido en la Sierra del Sur, y desconfiaba aún de las intenciones del General Iturbide. La conversación se hallaba en un punto muerto y parecía que jamás alcanzaría el fin. Sin embargo, tan pronto vieron que la hermana Natalia ingresó en la cocina, los ánimos se calmaron de pronto y el silencio se hizo de nuevo.
No era un secreto para nadie que Natalia había tenido un par de hijos antes de ingresar a la orden, y que ambos habían luchado y perecido en la guerra de Independencia. Para “fortuna” y orgullo de la monja, del lado insurgente.
–Creo–dijo la madre superiora– que todas tenemos nuestras reservas sobre lo que nos espera en esta nueva etapa del reino, es decir, el país. Y les aseguro que también las tienen esos hombres que pelearon esta guerra, ya sea en uno o en otro bando. Poco podemos hacer por todos ellos. No obstante, hoy tenemos la inigualable oportunidad de tener un gesto de admiración para con uno de estos héroes. Agustín de Iturbide se encuentra en una situación precaria: ambos bandos, el victorioso y el derrotado le consideran un traidor, no un unificador. Todos los miedos que habitan nuestros corazones están multiplicados por un millón en el suyo. Alguien puso sobre sus hombros la responsabilidad de crear el estado mexicano, y muy pocos lo están apoyando. Aquí entramos nosotras.
–Con todo respeto, madre, solo somos monjas– espetó la hermana Consuelo.
–Así es, lo somos. Y quién mejor que nosotras para darle un pequeño escalón donde pisar al primer héroe mexicano. Cuando el general pruebe su comida hoy, debe sentir en el paladar que ya ha dejado de ser español. Que por su garganta corren los sabores de una nación milenaria que ya era grande desde antes de que los europeos llegaran. Tiene que degustar la dulzura del mestizaje y lo amargo de su historia. Debe aspirar el aroma de un nuevo mundo, uno creado por todas las castas unidas de las manos… ¿ya vieron como muele la hermana Natalia esas nueces en el molcajete? ¿Ya notaron que le añadió crema y leche? Hermanas, esa salsa, esa nogada, es blanca, como el ideal religioso que promete Don Agustín en la primera franja de su bandera. En aquella cazuela tengo perejil. Lo piqué muy temprano, y lo dejé que se remojara en agua para que permaneciera fresco hasta el momento en que lo usáramos. Ese verde es la independencia. La segunda garantía ofrecida en la bandera…
–¿Y el rojo, madre? – preguntó la hermana Lucrecia con notable interés.
–Aquí lo tiene, hermana; aquí en este fruto que nos trajo la pequeña Abelarda. ¿Acaso hay rojo más rojo que el de esta granada? Este platillo le debe recordar a Don Agustín que ya ha muerto la Nueva España. Que ahora solo existe México, y que esa a él a quién debe cumplir las tres garantías que dicta su bandera. Se debe enterar de que su historia como realista ha sido olvidada, y que ahora, sobre sus espaldas, tiene todo un país al cual sacar adelante.
El chisporroteo de la manteca sobre una cacerola interrumpió el profundo discurso. La carne recién tajada por la hermana Natalia se freía lentamente en el fuego, manando un delicioso aroma que reemplazó a las anteriores fragancias producidas por la fruta y los chiles.
–Y ahí, mis amadas hermanas, está la carne de todos los que se sacrificaron en esta guerra. Cuando esté frita, la mezclaremos con la fruta y las semillas. Habrá carne, piñón, plátano, manzana, durazno, acitrón y almendras. En esa mezcla estaremos todos los mexicanos. Los dulces, los fuertes, los amargos, los débiles, los creyentes… todos bajo un mismo manto, que en el plato será el chile, y afuera será el gobierno independiente.
Algunas lagrimas se asomaron en los rostros de las religiosas. Unas lloraron más que otras, pero ninguna fue capaz de contener el llanto. Después, sin decir palabra, volvieron a afanarse en sus respectivas tareas culinarias. Un par de horas después, los platos con los chiles rellenos fueron servidos.
Cada enorme chile poblano relleno de fruta y carne fue cubierto por la espesa crema de nuez y especias. Luego, sobre la nogada, perejil finamente picado, y a su lado, una copiosa cantidad de granada fresca y reluciente.
Cuando los platos fueron llevados a la mesa del comedor principal, Agustín de Iturbide los miró con enorme curiosidad. Saltaba a la vista que el platillo llevaba los colores de su bandera Trigarante. Uno de sus lugartenientes se ofreció para dar gracias por la comida y el general asintió. No podía hablar. Tenía un gigantesco nudo en la garganta, y solo atinó a agradecer a la madre superiora con un ligero movimiento de cabeza.
La monja correspondió al gesto y aguardó ansiosa por el instante clave del festejo: cuando el militar probara los recién creados “chiles en nogada”.
Don Agustín tomó la cuchara de plata y partió un trozo del platillo. Lo llevó a su boca con lentitud y el esperado momento llegó: masticó con calma, sin mostrar expresión alguna. Finalmente, tras algunos angustiosos segundos, dejó caer la cuchara sobre el plato y exclamó:
–¡Es delicioso!
La religiosa asintió con benevolencia y luego dijo, sonriendo:
–Es México…
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
–¡Cuidado, hermana Consuelo! Nomás hay que asar los chiles, ¡no chamuscarlos! ¬– exclamó la madre Agustina, que vigilaba de cerca toda la actividad en la cocina sin descuidar el meticuloso pelado de las nueces de Castilla.
–¡Perdón, madre! Pero es que me pone muy nerviosa el saber que nos visitará el General Iturbide…
–Pues nerviosa o no–advirtió la monja superiora–, debes de poner el máximo empeño en la cocina. Recuerda que el fuego es voluble, y en segundos pasa de ser diligente amigo a fiero enemigo.
La religiosa asintió con presteza y fijó la vista en las flamas rojiazules que despedía el fogón. Junto a ella, la hermana Beatriz cortaba fruta a gran velocidad. Plátano macho, durazno y manzana formaban pequeños montones sobre la superficie de una vieja tabla para picar que había visto mejores tiempos.
El olor que despedía la fruta fresca invadió la habitación, y pronto se mezcló de forma muy singular con el aroma que emanaba de los enormes chiles asados.
–¡Hermana Juana! –exclamó la madre superiora–. Ayúdeme por favor a pelar las almendras. Las nueces ya están, pero esas solo las vamos a usar para la salsa. Para el relleno, necesitaremos almendras…
–¡Y piñón! –interrumpió la hermana Lucrecia, que cargaba en el frente del hábito un montoncito de semillas de pino.
–¿De dónde ha sacado eso, hermana? ¿Por qué piensa que serían una buena adición para la receta? ¡Va a ser un cambio de última hora!
–Lo sé, madre, pero a veces son las pequeñas sorpresas surgidas en el ultimo momento quienes le dan sabor a la vida. Además, no puede negar que son deliciosos, y que pocas cosas hay tan mexicanas como el piñón…
El silencio se hizo de pronto en la cocina. Las religiosas dejaron de picar, pelar y asar; el oír de labios tan cercanos el nombre de “México” aún les erizaba la piel. Habían escuchado muchas cosas sobre esta nueva nación a la que ahora de pronto pertenecían. Les atemorizaba que las cosas cambiaran de pronto y en el pueblo surgiera cierto ánimo antirreligioso. Sabían bien que los sacerdotes no eran siempre el ejemplo moral que debían ser, y que eso había generado mucha tensión durante la guerra de independencia, pero ellas eran simples monjas. Religiosas recluidas, comunes y corrientes, dedicadas a la simple devoción de un concepto, un ideal, un Dios…
¿México? ¿Qué habría para ellas en ese nuevo país del que todos hablaban? ¿Serían bien recibidas sus viejas costumbres más propias de España? Ahora que la corona ya no las protegería, ¿despertaría en alguien la idea de atacarlas? ¿Acaso para ellas habría resultado mejor la idea de una eterna e imperecedera Nueva España?
–Piñón, ¿verdad? Bueno, me supongo que no hará daño… dicen que los que habitaban estas tierras antes de la conquista solían comerlas con avidez…
–¿Acaso se refiere a los salvajes, madre superiora? –preguntó la hermana Consuelo, que antes de entrar a la orden de las Agustinas había pertenecido a una familia criolla muy bien acomodada.
–No. Me refiero a los nativos originales de estas tierras, los llamados “Aztecas” … –puntualizó la monja, que llevaba en su sangre profundas raíces de mestizaje.
La quietud se apoderó una vez más de la cocina. El imprudente comentario de la hermana Consuelo había generado enorme tensión en el ambiente, y nadie se sentía capaz de acabar con ella, ni siquiera de hacer el más pequeño intento de romperla. De pronto, unas pequeñas pisadas hicieron eco en el pasillo que conectaba el jardín trasero con la cocina. Se trataba de Abelarda, una pequeña niña que hacia años había sido abandonada en las puertas del convento. Sufría de una pequeña cojera en su pierna izquierda, “detalle” que la hacia “inelegible” para el matrimonio. La madre superiora creía que esa era la razón por la que sus padres habían decidido deshacerse de ella.
–¡Madre Agustina! ¡Mire nomas que bonita granada! La recogí del jardín. ¡Es la más grande de todas! La voy a guardar para dársela de regalo a Don Agustín. –dijo la niña mientras exhibía con orgullo el maduro fruto.
–Es una gran idea, pequeñita. Ponla aquí cerca de estos cántaros. Sí, ahí, en ese cuenco. Ahora vete, que ya habemos muchas en la cocina y apenas cabemos. ¡Anda, ve a buscar a la hermana Gabriela y pídele que te ponga un vestido muy bonito!
La niña sonrió de oreja a oreja y asintió suavemente en señal de obediencia y respeto. Caminó muy lento hacia el pasillo que la llevaría al comedor, y luego se detuvo súbitamente para aspirar el aroma que despedían los chiles asados, las frutas picadas y las nueces recién peladas. Finalmente, antes de abandonar la habitación, giró sobre sus pies y dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
–Es muy bonita, ¿verdad?
Las religiosas se miraron entre sí y se encogieron de hombros. Nadie tenía ni la más remota idea de lo que hablaba la niña. Algunas agacharon la cabeza y fingieron no haber oído nada. Solo la hermana Lucrecia se animó a sonreír y preguntar:
–¿Quién es bonita, mi niña?
–La bandera de Don Agustín. Blanco, verde y rojo… qué bonita es…
Y luego se dio la vuelta sin más. Tan pronto como se retiró la niña, la hermana Consuelo dejó los chiles asados en un platón de barro y cuestionó:
–¿Qué significan los colores de esa bandera? ¿Por qué el General Iturbide hace llamar a su ejército “Trigarante?
–Dicen–respondió la hermana Beatriz, de quién se decía tenía tres hermanos en el bando insurgente–, que el blanco simboliza la religión católica. El verde es el color que representa a la independencia conseguida tras la guerra, y el rojo significa unión. La unión de todas las castas y clases bajo un mismo ideal…
–Y “Trigarante” –añadió la hermana Lucrecia, que era la más culta de las religiosas en el convento–, porque garantiza cumplir las tres promesas que significa esa bandera: religión, independencia y unión.
De repente, un estruendo espantoso hizo eco en la habitación. Algo se había caído, y tomando como referencia el enorme ruido provocado, debía tratarse de un objeto muy grande y pesado. La madre superiora se acercó al almacén, que era de donde creían había venido el sonido. Ahí, con las mangas dobladas y colosales gotas de sudor perlando su cara, se hallaba la hermana Natalia, que intentaba arrastrar sin éxito un viejo cajón de madera.
–Perdón, madre, pero es que en ese cajón es donde la madre Rafaela (que el Señor tenga en su gloria) guardaba su molcajete. Como esta es una ocasión especial, pensé que sería correcto usar tan valiosa reliquia… ya piqué la carne con la tajadera. ¡Me costó como no tiene idea! Estoy agitada, pero, si su merced me permite también moler la nuez, créame que se lo voy a agradecer…
La monja superiora asintió con gravedad y luego ayudó a la hermana Natalia a extraer el molcajete de la vieja caja y llevarlo a la cocina. Ahí la conversación se había reanudado. Consuelo y Lucrecia discutían sobre la veracidad de un acontecimiento llamado “el abrazo de Acatempan”. Una aseguraba que era imposible que un general del ejercito realista se hubiera prestado a traicionar a la Nueva España tan fácil como decían. La otra argumentaba que Vicente Guerrero seguía escondido en la Sierra del Sur, y desconfiaba aún de las intenciones del General Iturbide. La conversación se hallaba en un punto muerto y parecía que jamás alcanzaría el fin. Sin embargo, tan pronto vieron que la hermana Natalia ingresó en la cocina, los ánimos se calmaron de pronto y el silencio se hizo de nuevo.
No era un secreto para nadie que Natalia había tenido un par de hijos antes de ingresar a la orden, y que ambos habían luchado y perecido en la guerra de Independencia. Para “fortuna” y orgullo de la monja, del lado insurgente.
–Creo–dijo la madre superiora– que todas tenemos nuestras reservas sobre lo que nos espera en esta nueva etapa del reino, es decir, el país. Y les aseguro que también las tienen esos hombres que pelearon esta guerra, ya sea en uno o en otro bando. Poco podemos hacer por todos ellos. No obstante, hoy tenemos la inigualable oportunidad de tener un gesto de admiración para con uno de estos héroes. Agustín de Iturbide se encuentra en una situación precaria: ambos bandos, el victorioso y el derrotado le consideran un traidor, no un unificador. Todos los miedos que habitan nuestros corazones están multiplicados por un millón en el suyo. Alguien puso sobre sus hombros la responsabilidad de crear el estado mexicano, y muy pocos lo están apoyando. Aquí entramos nosotras.
–Con todo respeto, madre, solo somos monjas– espetó la hermana Consuelo.
–Así es, lo somos. Y quién mejor que nosotras para darle un pequeño escalón donde pisar al primer héroe mexicano. Cuando el general pruebe su comida hoy, debe sentir en el paladar que ya ha dejado de ser español. Que por su garganta corren los sabores de una nación milenaria que ya era grande desde antes de que los europeos llegaran. Tiene que degustar la dulzura del mestizaje y lo amargo de su historia. Debe aspirar el aroma de un nuevo mundo, uno creado por todas las castas unidas de las manos… ¿ya vieron como muele la hermana Natalia esas nueces en el molcajete? ¿Ya notaron que le añadió crema y leche? Hermanas, esa salsa, esa nogada, es blanca, como el ideal religioso que promete Don Agustín en la primera franja de su bandera. En aquella cazuela tengo perejil. Lo piqué muy temprano, y lo dejé que se remojara en agua para que permaneciera fresco hasta el momento en que lo usáramos. Ese verde es la independencia. La segunda garantía ofrecida en la bandera…
–¿Y el rojo, madre? – preguntó la hermana Lucrecia con notable interés.
–Aquí lo tiene, hermana; aquí en este fruto que nos trajo la pequeña Abelarda. ¿Acaso hay rojo más rojo que el de esta granada? Este platillo le debe recordar a Don Agustín que ya ha muerto la Nueva España. Que ahora solo existe México, y que esa a él a quién debe cumplir las tres garantías que dicta su bandera. Se debe enterar de que su historia como realista ha sido olvidada, y que ahora, sobre sus espaldas, tiene todo un país al cual sacar adelante.
El chisporroteo de la manteca sobre una cacerola interrumpió el profundo discurso. La carne recién tajada por la hermana Natalia se freía lentamente en el fuego, manando un delicioso aroma que reemplazó a las anteriores fragancias producidas por la fruta y los chiles.
–Y ahí, mis amadas hermanas, está la carne de todos los que se sacrificaron en esta guerra. Cuando esté frita, la mezclaremos con la fruta y las semillas. Habrá carne, piñón, plátano, manzana, durazno, acitrón y almendras. En esa mezcla estaremos todos los mexicanos. Los dulces, los fuertes, los amargos, los débiles, los creyentes… todos bajo un mismo manto, que en el plato será el chile, y afuera será el gobierno independiente.
Algunas lagrimas se asomaron en los rostros de las religiosas. Unas lloraron más que otras, pero ninguna fue capaz de contener el llanto. Después, sin decir palabra, volvieron a afanarse en sus respectivas tareas culinarias. Un par de horas después, los platos con los chiles rellenos fueron servidos.
Cada enorme chile poblano relleno de fruta y carne fue cubierto por la espesa crema de nuez y especias. Luego, sobre la nogada, perejil finamente picado, y a su lado, una copiosa cantidad de granada fresca y reluciente.
Cuando los platos fueron llevados a la mesa del comedor principal, Agustín de Iturbide los miró con enorme curiosidad. Saltaba a la vista que el platillo llevaba los colores de su bandera Trigarante. Uno de sus lugartenientes se ofreció para dar gracias por la comida y el general asintió. No podía hablar. Tenía un gigantesco nudo en la garganta, y solo atinó a agradecer a la madre superiora con un ligero movimiento de cabeza.
La monja correspondió al gesto y aguardó ansiosa por el instante clave del festejo: cuando el militar probara los recién creados “chiles en nogada”.
Don Agustín tomó la cuchara de plata y partió un trozo del platillo. Lo llevó a su boca con lentitud y el esperado momento llegó: masticó con calma, sin mostrar expresión alguna. Finalmente, tras algunos angustiosos segundos, dejó caer la cuchara sobre el plato y exclamó:
–¡Es delicioso!
La religiosa asintió con benevolencia y luego dijo, sonriendo:
–Es México…
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
¡Bravo! Maravilloso relato.
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