—Mamá ¿puedo preguntarte algo? —¡Claro que sí, mi niño! Inhalé muy profundo y luego dejé que el aire escapara muy lentamente. Lo que tenía que decir era muy importante, y si lo hacía mal, incluso podría resultar un tanto hiriente. —¿Por qué siembras tantas flores? —¡Qué pregunta, hijo! ¡Pues para los colibríes! ¿Para quién más? —Aquí no hay colibríes, mamá. Nunca los ha habido. Al menos jamás he visto uno. —No los hay todavía, pero los habrá… ya verás que sí… —Los pájaros no surgen de la nada. Tampoco visitan lugares distantes solo porque alguien que desea verlos los “llama”. La geografía no se puede cambiar con una flor, mamá. —Te sorprenderías, mi niño—puntualizó la autora de mis días—con todas las cosas que puede cambiar una simple flor. Mejor ve y tráeme la regadera. La de aluminio, no la de peltre, esa ya está picada de la base y tira toda el agua. —Puedo intentar arreglarla si gustas. Mamá me miró con dulzura y luego puso uno de sus tiernos besos en mi f...
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